Friday, March 11, 2011

La deuda con los paraísos perdidos

Mientras tocaba la mano fría de mi abuela agonizante pude ver como en una película todas las escenas que se han quedado grabadas en mi corazón. Ahora estoy segura de que no fue en la memoria sino en el corazón.
Mi abuela y los batidos de frutilla con canela, mi abuela gritándonos a mi hermano y a mi que ya salgamos de la piscina, mi abuela persiguiéndonos para que no nos lancemos otra vez en la piscina grande del Tenis, el sitio prohibido al que nos escapábamos a manera de juego. Ella haciéndonos nadar, ella llegando en el bus de la trece hasta la casa de Urdesa Norte. Yo mirando por la ventana, esperando a que llegara. Siempre esperando sus historias como cuando en lugar de sal le puso detergente a la sopa y salió tanta espuma y bombas de jabón que la cocina se convirtió, por unos minutos en una inmensa imagen de fantasía.
Los baños en las roquitas del Miramar. Los pocitos que se formaban y a donde ella nos llevaba a mi y a mi hermano y en donde literalmente podíamos quedarnos horas. Recuerdo que perdíamos la noción del tiempo. Recuerdo también cuando ya no podía llevarnos a ese lugar porque ya no nos interesaba más, y recuerdo también cuando ya ella había envejecido y tampoco lo proponía.
Nunca nunca pelee con mi abuela. Nunca nadie peleó con ella. Y lo dice una peleona en potencia.
Cuando tomé su mano fría ya un poco amoratada le pedí disculpas por no haber ido más, por no haberla cuidado como hubiera querido, y le agradecí por la felicidad inmensa de que hubiera sido mi abuela, una abuela también de aguas profundas. Le agradecí porque mi infancia se enriqueció con su cariño y con su amor, por sus historias de abuelos italianos, y una ausencia de padre que seguramente a ella, la hizo ser más cuidadosa con el amor que a otras personas.
Por esas cosas raras de la vida, durante pocos segundos, me di cuenta de que mi otra abuela estaba sentada esperándola. A veces ellas discutieron, pero se querían mucho también. Juraría que cuando le toqué la mano, juraría que supo que era yo. María Paulinilla, así me decía siempre, y se me hace intolerable no esuchar nunca más su voz ni sus historias, ni sus cuentos sobre visitas a velorios equivocados, sus locuras. Porque era loquísima.
Y aunque el tiempo pasa siento que sigo en deuda con ella. La deuda no es cuantificable, la deuda es una sensación, una certeza de que jamás podré saldarla. Y sé que es una deuda que ella jamás pediría que salde, pero aún así, tal vez, solo tal vez, en algún momento sienta que estará totalmente pagada. Seguramente no será en este tiempo.

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