Sunday, May 23, 2010

Quesito de leche

Guayaquil es una ciudad de manglar y calor. Eso se siente allá arriba en el cerro. De ahí se puede ver el rio, el museo, el otro lado del cerro, la nueva ciudad, la Santay que para mí es como ese lugar que tiene algo de misterioso y al que me reuso a ir para mantener, precisamente, el misterio.
Mayo se acaba, un Mayo más al vaivén del temporal de esa lluvia que no termina de irse y el calor que nunca desaparece porque Guayaquil está en la boca del invierno.
Desde que llegué he andado y desandado las calles del centro como buscando algo, tal vez queriéndome reencontrar con esta ciudad queridísima y terrible, llena de ausencias y desencuentros, de esta ciudad que muchas veces es triste en medio del ruido y del caos.
Y en la mitad de la caminata me he encontrado con los amigos. Tal vez no sean mis amigos, tal vez sería mejor decir que son caras conocidas, agradables, poque lo conocido es seguro y cálido y nos brinda la sensación de que es permanente e inmutable. Caminando he reparado en la grieta de la pintura de los edificios, en los arbolitos de la regeneración absolutamente crecidos y armoniosos, con pocas hojas, pero árboles al fin. También he visto un poco más de angustia. No sé cuánta en realidad, pero sí más que antes. No puedo precisar en qué consiste, pero me lanzo a decir que veo personas entrar y salir de bancos con miedo, subirse a un taxi con miedo, caminar mirando hacia atrás como si los persiguieran.
Guayaquil está en el recuerdo también. En el otro tiempo antes de. Ahora estoy en el después de y no sé cuánto tiempo más dure este momento. Por ahora mis escapadas a la ciudad de las apariciones me permiten seguir adelante y reencontrarme en el sabor de una cerveza y los patacones del Quesito de Leche.

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