Sunday, May 10, 2009


Madre de aguas profundas


Miren la foto. Es Maruja, mi madre que se llama en realidad María Herminia Blanca Regina del Perpetuo Socorro. Hoy me dio la sorpresa de que vuelve a las aguas. Cuando era joven era nadadora, cruzó el rio Guayas, compitió dentro y fuera del Ecuador. Le dije que le tomaría una foto para este blog, así que no piensen que le estoy faltando el respeto.
Mi hermano le regaló unos lentes de agua y un gorrito para que pueda empezar su carrera máster o algo así. Entiendo que el agua le ha gustado mucho y está emocionada porque hará algo nuevo. En la mesa del comedor mi abuela intenta comer. Mi mamá dice que fue un error hacer una parrillada. Yo doy vueltas por esa mesa como un águila, pero créanme no por la comida. Vigilo que mi abuela que también se llama Maruja, coma algo. Cada vez come menos. Me parece que lo que no puede es masticar la carne, tampoco ve muy bien. El error, dice mi mamá, es el menú de hoy. Ella dice que próximamente tendrá que hacer lasagna o algo suave para que mi abuelita pueda comer y no se demore horas masticando. No estoy segura si aún tiene dientes. O sea no estoy segura del ahora, pero sí del pasado. Recuerdo el camino de regreso desde el Tenis hasta su casa, a pie, porque no había “tanto peligro de robos y asaltos”. Recuerdo que cuando ya nos había vestido a mi hermano y a mí después de convencernos de salir de la piscina, nos le escapábamos para tirarnos otra vez a las aguas profundas de la piscina de los adultos. Qué paciencia, y cómo la veía vieja. Seguro debía tener la edad que hoy tiene mi madre, tal vez un poquito más.
Yo me siento a ver los Transformers, pero en realidad estoy pensando quién corta la carne de mi abuela todos los días, quién se asegura de que ella se lleve el alimento a la boca. Qué involución. Luego ella se quedó un poco dormida en un sillón y se despertó abruptamente sin saber en dónde estaba. “¿Quién vive aquí?”. Uy, me dice mi mamá, pregúntale quién eres. Así que yo le digo: “Abuela, ¿quién soy?”. “Mi nieta”, me contesta. Obvio si le he dicho abuela.
No la veo mucho, pero podría verla más. Hay días en que quiero ir a verla, pero vive tan lejos, y no tengo como ir, y me pongo mil excusas, y cuando llega la noche tengo vergüenza de ser tan desamorada pudiendo no serlo. Me juro que mañana voy a ir a verla porque la quiero y la extraño y tengo su voz grabada cantándome Funiculí, funiculá y tocando Ojos negros en el piano de mi tía, que no estaba aquí. Yo sentada escuchándola y queriéndola mucho como ahora.
En el fondo se trata del personaje de la novela que trabajo para mi club de lectura. No quiero ser como Michel, no me resigno a ser como él, no aprecio la vida que tiene aunque él quiera tenerla y aunque sea su vida y no la mía. En el fondo me da miedo ser como él. Por eso me hago tantas promesas por la noche y digo que no repetiré mis miedos, o mis errores al día siguiente. Tal vez es la certeza de que pronto mi abuela ya no estará, y después tal vez sean mis padres, o cualquier otra persona que me importe. Es la certeza de lo inevitable.
Alguien me preguntaba la semana pasada si yo leo un libro a la vez o varios. Yo le decía que leo varios al mismo tiempo. Lo que me aterra de Michel desaparece cuando me inserto en Ocho, una novela de misterio de corte histórico que tengo en el piso, cerca de mi improvisada cama. Pero también me acompañan cosas que releo. En estos días ha sido Los años con Laura Díaz. Me quedo dormida temprano con una extraña sensación de que quisiera irme a dormir en la mitad de mi papá y mi mamá.
Después de almorzar subo hasta mi cuarto, bueno el que era mi cuarto. Mi hermano se ha apoderado de él. Lo ha pintado azul por que adora Emelec. El cuarto parece una pecera y me acuesto en la cama e intento dormir un poco. Tal vez fueron 20 minutos, no estoy muy segura. Han sido los 20 minutos más descansados de este año.

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