El
adiós como una ceremonia que dura un vuelo Madrid/Quito. El largo camino del
regreso al polvo; al polvo enamorado de Quevedo, o al simple polvo en el que
nos convertiremos como la única certeza de la existencia es la historia que
Pablo, el protagonista de La ceniza del adiós , está dispuesto a compartir con
sus lectores.
Ahí,
suspendido en el limbo a más de 30.000 metros de altitud, el narrador fabrica,
fabula y nos permite conocerlo y reconocernos en él. Faltan pocas horas para
regresar a Quito y escribir es la única actividad que no puede abandonar y que
no abandonará hasta que esté vivo.
La
novela de Orlando Pérez es
instrospectiva, cada episodio que el protagonista devela es una suerte de viaje
hacia la razón de la siquis y la existencia. Como buena muestra del delirio de
quien repara en su propia muerte, el relato contado se disfraza hasta llegar a
las últimas páginas. Cuando creemos que ya conocemos a Pablo; Pablo se quita el
disfraz.
La
pregunta sobre quién es el protagonista emerge junto a otras dudas, ¿es la
infancia la raíz, la explicación, del devenir adulto? ¿la infelicidad está
ligada a la ausencia o presencia del amor? ¿se puede separar la individualidad
de la colectividad? ¿puede la existencia
ser una serie de hechos que nos encadenan al pasado? ¿qué separa al bien del
mal? ¿es el asesinato un acto malo per se? ¿se puede justificar un crimen?
La
ceniza del adiós es una novela que en sus 253 páginas hace un homenaje al
eterno retorno, al motivo del viaje literario en donde el destino no es lo
fundamental, sino el tránsito.
La
elaboración sobre los paraísos perdidos a través de los recuerdos infantiles de
Pablo y luego la desgracia de ver desaparecer a su madre marcan el ritmo de la
trama. Una madre perdida en la vida se vuelve a recuperar a través de la figura
de Muriel, la tiastra que también lo dejará.
Los afectos reales por estas dos mujeres serán los cimientos para la
negación de otros afectos como la relación con su esposa, Lucía, y su actual novia,
la Cata. Pablo, el protagonista, siempre pendiendo entre lo posible y lo
imposible, así como su narración entre la verdad y la metira dentros de la
propia ficción.
Toda
esta historia marcada por la soledad tiene como referente a Quito, pero no
Quito hoy, sino la Quito de los 70 y 80.
¨Yo no
terminaba la escuela y la ciudad que crecía hacia el norte era una incógnita,
salvo porque algún sábado fuimos a ver al parqueadero del primer gran centro
comercial de la ciudad una competencia de go’ cars, ese sector estaba sostenido
desde la expectativa comercial y habitacional y no desde un sentido urbano: se
veía todo adosado al hipódromo y a éste como a un territorio excluyente¨.
ReplyDeleteEL INDISCRETO ENCANTO DE LA CLASE MEDIA
por Mercedes Mafla
O
ORLANDO Pérez estudió periodismo en La Habana (¿un oxímoron?) y aprendió el oficio gracias a una persistente gimnasia que lo mantiene activo en la escritura periodística desde hace muchos años. Es digno de recordar su paso por varios periódicos ecuatorianos en los cuales se esmeró para que las secciones culturales no fuesen tan tristes como lo son en los tiempos que corren. Hoy continúa escribiendo sin tregua sobre temas tan variados como la infatigable propaganda, la profunda reflexión sobre asuntos muy sustanciosos tales como los obesos, Justin Bieber, El Sumo Pontífice y la Virgen María (escritos con mayúscula, como corresponde a un devoto que descree del aborto y demás pecados), el fútbol, la estirpe que reina Cuba, los variados comandantes que enamoran a los desinformados. Pero además, Pérez ha escrito libros como Cuba: los años duros (¿cuáles fueron los suaves?) y La celebración de la libertad, un libro de entrevistas a escritores, porque Orlando, como tanto periodista, tiene nostalgia de la escritura artística. No en vano, declara con alborozo y con una sonrisa inamovible, que tiene como libros favoritos a “Los clásicos, los clásicos de toda época y país”. No es de extrañar, pues que ahora haya pergeñado su primera novela. La ha titulado La ceniza del adiós (¿una tautología?).
Pérez posee una escritura ciertamente ágil. No en vano la gimnasia; pero su novela sorprende por lo reconocible del tono avejentado de escritores como Raúl Pérez Torres. El estilo es tristemente parecido: una larga disquisición autocomplaciente y nostálgica que esconde mal un orgullo de clase media decente, con sueños de grandeza que se mira a sí misma con una modestia falsa y que, de un modo provinciano, hace permanente referencia a su propio entorno, reconocible solo para quienes padecemos el vivir en un mundo pequeño en el cual los artísticos se abrazan entre sí y participan de la misma fiesta que ya viene durando demasiadas noches. ¡Qué abismal diferencia con las novelas en las cuales José Donoso o Carlos Fuentes e incluso el mejor Abdón Ubidia o Francisco Proaño Arandi arremetieron con talento novelesco y crítico en contra de las mentiras y los secretos de sus propias casas!
En la novela de Pérez no faltan los amores vividos al ritmo de los himnos respectivos: la salsa y bolero. Tampoco falta, desde luego, la pasión nacional: léase el culto a la política como suprema religión. Es tan previsible el destino del protagonista de esta novela que me remite al peor Icaza. He recordado algunas escenas lamentables de Atrapados, la novela autobiográfica y final del célebre indigenista, en las cuales no falta (como en las novelas del siglo XIX) el curita útil, ni tampoco, desde luego, el presidente de turno (tratado, en demasiadas novelas nacionales, como un dios todopoderoso), la jovencita sutilmente violada, el arte como revancha de clase, la acusación justiciera y la demostración de la pureza de unos ideales que, a estas alturas, despiden un tufo a cuarto poco ventilado y, aunque convenientemente perfumado, ciertamente, sórdido