Como homenaje a Dostoievski, María Fernanda Ampuero permitió que subiera este texto a mi blog.
"Yo tenía
quince años, la edad de amar, y me enamoré de ella. ¿De qué otra manera, con
qué otra palabra, puedo explicar la devoción que sentía por cada palabra que
salía de la boca de esa mujer, la fe de cachorro con que la escuchaba? Eso que
esa adolescente -rechoncha, extraña, inadecuada- sentía se tiene que llamar
amor. Amor como el de Santa Teresa de Ávila, como el de Fray Luis de León, como
el de San Agustín: amor divino, trascendental, místico. El amor que se le
dedica a Dios.
¿Cómo
no quererla así? Yo estaba ciega y ella me permitió ver. Yo tenía sed y ella me
dio de beber. Yo estaba perdida y ella me encontró.
Carol Noboa
se llamaba y era profesora de literatura. Estuvo apenas un año con nosotras
–conmigo-, pero fue suficiente para que yo, que ahora escribo esto que ustedes
leen, creyera que la vida me había dado algún talento aparte del de llamar la
atención de los que se burlaban de mí: Carol Noboa me descubrió que eso que yo
hacía a escondidas, con vergüenza, compulsivamente, ese llenar hojas y hojas
con palabras podía ser algo bueno, algo importante. Ella me dio esto, lo que
hago todos los días, lo único que sé hacer. Seguro no lo sabe, pero hizo algo
gigantesco: cambió mi destino.
Un día
nos hizo leer El Jugador de
Dostoievski y la tarea fue que reescribiéramos el final. No sé si recuerdan esa
novelita perfectamente devastadora que es El
Jugador: todo gira alrededor de un hombre, Alekséi Ivánovich, que en
realidad es el propio Dostoievski, adicto al juego y al amor caprichoso de una
mujer, Polina. El libro trata de la pérdida, de la indignidad, de la atracción
del abismo, del maldito azar que tanto nos eleva como nos engulle. Yo, supongo
que a tientas porque era demasiado joven, pero quizás desde el dolor de ser –yo
también, como Alekséi Ivánovich- una outsider,
una forastera en ese mundo, una atormentada, encontré la manera de terminar la
historia ya no con la destreza sobrenatural de Dostoievski para contar el
fracaso, pero si con algo de esa soledad, de ese patetismo, de ese peso –pozo- existencial.
Cuando
Carol Noboa me entregó el texto revisado, no miento, el corazón se me volvió un
pájaro que aletea furioso en una jaula. Me había puesto un veinte redondo,
hermoso, un veinte que iluminaba la página como el sol, pero la calificación
era nada al lado de eso otro que hizo: escribió, con letras grandes y signos de
admiración, que siguiera escribiendo, que siguiera escribiendo, que siguiera
escribiendo.
Un año
estuvo con nosotras –conmigo-, pero ese año cambió algo en mí para siempre.
Empecé a creer (me), a querer (me), a decir (me): «no eres idiota, no eres
negada para todo, no tienes el coeficiente intelectual de un koala, puedes
escribir, escribe».
Mira
que sufrí: todos los otros profesores que tuve durante diez años, todos sin excepción,
habían visto en mí una estudiante fallida, mediocre, incluso algo tonta. Yo
daba –y sigo dando- pena en matemáticas y matemáticas y sus ramas ocupaban los
puestos más importantes en la libreta de calificaciones. Nadie nunca preguntó si
yo era buena en otra cosa, si quizás mi fortaleza no eran los números sino las
letras, si yo entendía mejor un libro que una ecuación. Yo entiendo mejor un
libro que una ecuación, como tantos y tantos niños, y por eso fui castigada,
suspendida, avergonzada, aterrorizada: todos los años estaba a punto de perder
el año en matemáticas. Y eso era lo único que importaba.
Pienso
con tristeza en esa niña que, vista desde mi adultez, podría hacer feliz a
cualquier profesor: siempre estaba leyendo, llenaba cuadernos con poemas,
reflexiones, cuentos y estaba loca por las palabras, por las historias, por la
literatura. Pero ella no daba orgullo a nadie. Pero a ella la castigaban. Pero
ella hacía que su madre bajara la cabeza de vergüenza ante la profesora de
matemáticas:
-Su hija
no merece pasar de curso.
Profesor
que lees esto ahora: ojalá un día algún alumno te dedique un texto con el mismo
amor con el que yo le estoy escribiendo a ella, a Carol, la maravillosa mujer que
me salvó la vida.
María Fernanda acaba de publicar Permiso de residencia, crónicas de migración bajo el sello La caracola. Vive en España. A mi me gusta recordar a María sentada en unas mesitas cerca de la casa de Carlos Burgos en Madrid, pero sobre todo el día en que me llevó a visitar El lavapiés, su barrio.
No comments:
Post a Comment
Di lo que quieras... o casi todo...